Un viaje que nos tenga encadenados
Miro a lo lejos la autopista entera,
miro la curva que me espera.
Examino tres cuestas consecutivas que
abarcan un par de kilómetros.
Estacionado, desde lo más alto de la colina,
calculo acelerar a fondo
para descender
violentamente a 160 o 190
kilómetros por hora.
Lo que quiero
es chocar contra
algo:
contra otro coche o contra ti.
Examino la autopista entera y pruebo el acelerador
mientras pienso que has sido muy clara:
–‘Ya nunca, nunca más quiero que te
atravieses en mi vida’.
Apoyo mi mano sobre la palanca de
velocidades
mientras pienso que sólo hay una manera
de encadenarte a mí y tenerte en mis
brazos.
Rápido, hago el cambio a primera.
Es
lunes. Me gustaría saber dónde estás y qué haces. Me gustaría saber si realmente estás sola. A cada
rato dices que no sabes si podré verte cada semana y eso me desespera. Yo me
conformo con un pedazo de ti que de por sí eres muy chica, como enana. Así que
un pedazo tuyo será como la octava parte de una pizza infantil de champiñones.
Me conformo con que viajemos una vez más a alguna parte como cuando viajábamos
y tú ibas conmigo, como una nena encantada, vigilando el funcionamiento del
coche. ¿Lo recuerdas? ¿Te das cuenta que la vida acaba para ti y para mí desde
ahora? Por eso quisiera efectuar de nuevo el descenso del río, efectuar ese
viaje que nos tendrá encadenados por tres horas, uno al otro, tomados de la
mano o abrazados, riéndonos mientras nos moja el agua del río, riéndonos
mientras se van las horas, riéndonos mientras se va nuestra vida de pareja para
siempre, como se va desencadenada el agua del río rumbo al mar, riéndonos
mientras se escapa lo único que no podemos encadenar que es nuestra vida
juntos. Yo te invité a viajar por el río descendiendo rumbo al pueblo en una
lancha. Dijiste que sabrías hasta la noche si terminabas la tarea pendiente del
descarnado aparato respiratorio con el rostro de Luis Miguel tomado de la
portada de un disco y que entonces me hablarías para confirmar. No llamaste.
Pero de cualquier forma yo fui por ti,
me aparecí en tu casa emocionado y tú te sorprendiste porque mis visitas a tu
casa se habían acabado sin remedio y nos largamos a buscar la lancha inflable.
El viaje al río estuvo excelente. Un viaje en el que recorrimos el río
perfectamente mojados. Tardamos tres horas en el recorrido. Al final fuimos a
comer al recodo desde donde miramos aquellos muchachos viajar a bordo de unas
llantas enormes. Tú comiste, como siempre, cinco truchas, porque eres
una piraña por el tamaño físico que tienes y por tus dientes. Una señora muy
atenta las pesca en un estanque y tú, que eres una nena muy curiosa,
observas la operación mientras rodeas mi cuerpo con tus miles de brazos y me besas, me
besas diciéndome que nunca me vas a dejar solo. También, como siempre que
terminas tu comida, volteas a los lados para revisar lo que comen otras
personas en las mesas vecinas porque eres insaciable y por eso estás
engordando. Las señoras y los niños que comen tranquilamente su sopa de mariscos se extrañan
cubriendo con sus brazos sus respectivos platos, por precaución, mientras
imploran ayuda a los meseros señalándote discretamente con los ojos. Los
meseros no alcanzan a entender que tú eres la cosa señalada, no alcanzan a comprender que las
señoras y los nenes te señalan por peligrosa porque castañeas los dientes
mientras los ojos te brillan examinando de lejos los platos de sopa. Tu costumbre
es mirar a todos golpeando los dientes entre sí para dar a entender que te
quedó hambre. Tu costumbre es mirar a los nenes ajenos como con una revoltura
de nostalgia y conformidad. Como recordando al nene que jamás fue. Al nene que
ahuyentamos con espinas, al que pudimos entregarle todo y le negamos todo.
Aquél que condujimos, hace meses, hacia una mesa llena de cuchillos, y dejamos
allí mientras la vida se nos iba a ti y a mí y a él, al hijo aquél que
analizamos a la luz de la luna para mirarle los lunares cuadriculados, negros y
blancos, que alguna vez dijimos, ¿lo recuerdas? Es el hijo que hincamos de
frente a los cristales a contemplar juntos, los tres, la lluvia, aquel que
desencadenamos en el bosque: un Hansel pequeñito, una Gretel minúscula que
giraba su cuello de nena agonizante, para buscarte a sus espaldas, para vernos
desde el espejo, para vernos desde los últimos árboles, para mirarnos desde la
mesa llena de cuchillos. Tu costumbre es mirar a los nenes ajenos como con una
revoltura de nostalgia y conformidad. Como recordando al nene que jamás fue. El
que soltamos de la mano todo picado de avispas, el que no pudo escapar de nuestras víboras, el que no pudo huir de aquel disparo. No sé si lo recuerdas pero era
el que en el fondo de tu vientre daba pasos de toro presintiendo. Fue el que
concebimos bajo el farol solitario de una habitación oscura y que
desencadenamos de nosotros para que nada nos atara. Yo le mirabas los pies, tú contemplabas sus manos, él nos miraba con ojos sollozantes. Tú lo ponías de
espaldas, le mirabas el pecho, le tocabas las uñas, le contabas los labios para saber si nos
vibraba entonces, a ti y a mí, el corazón apolillado. Aquel hijo inconcluso me
asesina: me asalta a media noche, me sigue a todas partes con un pan en la mano,
y una rama con una espina roja. Mientras sigues pensando en el niño que se
desencadenó de nuestras manos, los meseros se preocupan, pero en vano, pues no
eres realmente de peligro a pesar de que tus nuevos lentes te dan un aspecto
como el de Aníbal Lecter. Me
levanto con discreción para decirle al gerente que eres muy pequeña y chasqueas
los dientes como con hambre o rabia pero que no eres peligrosa. Si te levantas
a mirar el río desde el balcón, con la preciosa falda amarilla que deja
adivinar tus formas, las señoras cubren a sus bebés temiendo lo peor, con más
miedo que si acercara un tigre. Te hacen ver como diabólica los lentes azules de
Batman que te obligarán a vestir sólo de azul para siempre porque no combinan
con ningún otro color pero fue tu gusto de nena caprichosa. Es que eres mi
adorada piraña bebé, mi amada piraña de lentes azules que quise tener para
siempre en la pecera que ahora yace rota. Ya no podremos revivir este amor que
sólo deja dolorosos recuerdos. Qué curioso: no deja cartas que romper, no hay
fotografías ni discos que devolver. Deja sólo recuerdos amargos y un muy breve
inventario de regalos: dos lapiceros rojos, una corbata, media cama (eso
dices), un teléfono móvil, unos lentes azules, un cuadro con un ramo de
girasoles derramándose. No hay ni siquiera una canción distintiva a pesar de
que te lo pedí tantas veces.
Rápido, hago el cambio a segunda.
Lo que quiero es chocar,
acelerar a fondo sobre la autopista y
chocar contra un árbol o
contra ti, ahora que ya no estás conmigo.
Lo que quiero es correr
sobre esta carretera que es un río y chocar
contra algo, contra una
curva, al final de ese violento viaje que
quiero que nos tenga
encadenados.
Ahora te pienso mientras viajo violentamente a bordo del coche
que acelera como escribiendo los últimos renglones de mi vida en una última
carta. La carta escrita en el río, la carta escrita en un viaje que nos tuvo
encadenados uno al otro sobre el río: ¿No extrañas los jalones de cabellos, los
pleitos, los golpes en la nariz, la sangre, los gritos para que te quedaras callada cuando peleábamos? ¿Recuerdas
los reencuentros y los sollozos en que jurábamos que ya no habría pleitos
nunca más? ¿Recuerdas cuando, peleados, te invitaba amistosamente a que
descendieras de la unidad como
si fuese yo un policía? ¿Recuerdas las amorosas reconciliaciones, los
apasionados reencuentros después de dos o tres días de pleito?, ¿recuerdas la
vez que te puse las calcetas porque hacía mucho frío mientras te extrañabas que
te tratara con tanto cariño? Debes recordar que lo dijiste a la mitad de la
habitación:
– ¿Por qué hasta ahora que todo va a acabar entre nosotros me pones cariñosamente las calcetas? ¿Por qué hasta ahora me ayudas a vestirme?
Me lo dijiste a la mitad
de la habitación, a la mitad de la cama
pública donde tu corazón se partía en dos, se repartía, un poco para ti
y un poco para mí, como la pizza. Se nos desgajaba sobre la cama tu corazón de nena buena,
sobre la carretera en la que me besabas, en medio del bosque oscuro donde
alguna vez hicimos el amor y donde alguna vez fuimos a extraviar a Hansel y
Gretel. Para ti y para mí se nos desgajaba tu corazón de nena bella, a bordo del auto,
barriéndonos las luces de otros coches, pintando de amarillo nuestros cuerpos después
de cada ruido tras las curva. Yo vigilaba a lo lejos las rápidas luces rojas y
tú estabas excitada y húmeda, sobre tus manos y sobre tus rodillas, sobre el
deseo animal que nos ahogaba mientras adelantabas tu rostro sudoroso a los
cristales empañados y yo te miraba desde atrás y desde muy adentro de ti con
ninguna otra mirada que la tuya. Después tú te ovillabas muda sobre mi pecho
sabiendo que cabes en mis brazos y con temblor de amorosa pasión me cabalgabas
enseguida hasta delirar y gritar y morder diciendo siempre al terminar, con
ojeras y con la piel fría, que todos los orgasmos son horribles. Me llamabas
por teléfono, seguías mis olores en los parques, me propagabas mariposas, me
enviabas dinosaurios por teléfono cuando yo no aparecía. Para ti y para
mí se nos desgajaba tu corazón de nena buena, debajo de unos puentes, en la
orilla de algunas autopistas como esta sobre la que estoy empezando a acelerar a bordo
de mi coche. En la oscura complicidad de tu casa abandonada. En la oscuridad cómplice de ése cine en el que comprobé tantas veces, en la última fila, la líquida velocidad de tu mano derecha. Abandonada como tu
cuerpo abandonado en el sofá de tu sala para que yo entrara en él. Como cuando
sobre el sofá yo te veía caer en el blando algodón que es el olvido momentáneo
durante el cual pedías que yo actuara despacio, en el que esperabas de bruces,
deseosa, la embestida, el empuje de mi más duro deseo. Yo sé que no es fácil
para ti separarnos aunque quieras hacerte indiferente. Ahora viajas en otro
coche, ahora miras otros ojos, ahora vas por las calles apoyada en otro hombro,
tocada por otra mano, ahora te ríes de otras bromas, ahora has hecho otro prisionero
de guerra y lo guardas ilusionada bajo tu techo, ahora escondes ilusionada a otro
visitante nocturno. Sé que cuando suena la puerta de tu casa porque ya es
de noche y llega el nuevo visitante, tú escuchas los golpes desde la cocina o
desde tu recámara, la odiada perrita se inquieta y tú dejas de hacer tus
quehaceres, dejas de hacer la comida, dejas de ver la televisión, dejas de acomodar
las revistas de siempre, te pones tu bata azul y tus sandalias y empiezas a
caminar los pocos pasos que te separan de la puerta, empiezas a recorrer la distancia
que te separa del hombre que ya está en tu portal, separado de ti por la puerta
metálica, comienzas a contar los pocos pasos que te separan del hombre que toca
tu puerta y que ha llegado en un coche que suena diferente, un hombre al que
absolutamente no le importas, tú misma me lo dices, un hombre que no tiene
reloj y llega tarde a todas partes. Yo te lo pedí siempre al temer perderte
cuando sintieras de cerca una ilusión distinta a la ilusión que yo desperté en
ti, siempre te lo pedí:
–No
saludes a extraños.
Golpéame si no es cierto: ¿No te lo dije, no te pedí que no
saludaras a nadie que para ti fuese un extraño? Te lo dije porque con esa
advertencia quería protegerte, defenderte de todos y defenderte del nuevo visitante nocturno que
ahora debe estar tocando con insistencia tu puerta. En el fondo ruegas que sea
yo el que acaba de llegar, ruegas para que por un momento siquiera sea mi
figura la que se recorte de pie sobre la banqueta, quieres que sea yo el
visitante pero tú sabes que ya nunca será igual, ya sabes que ya no habrá las
bromas que tantos años nos unieron, la intimidad que nos cobijó tantos años: el visitante no soy yo y estoy seguro que eso es para ti un desencanto. Sé
que mientras caminas esos pocos pasos que te separan de la puerta te gustaría
que fuese yo el que se aparece y te dé un beso y te levante girando por los
aires como antes. Te gustaría que sea yo besándote y peleando contigo a causa
de la perrita espantosa que se acerca a mí husmeando y mordisqueando mis
tobillos, y que aborrezco porque ladra en el momento menos oportuno. Contesta
por favor, golpea con tus respuestas:
-Nena, ¿verdad que el suyo es otro aliento, verdad que es otra
la textura de labios, verdad que es diferente la boca, verdad que es un brazo
distinto, verdad que es otra la risa que inunda tu casa? ¿No es cierto que son otros los pasos
sobre la banqueta, no es cierto que son otros los besos, no es cierto que es
otra la manera de llamar a tu puerta? ¿No es otra la camisa, la forma de acariciar,
de reír, de bromear, de estar solos? ¿Verdad que no te dice ‘nena linda, preciosa y encantadora’?
Responde por favor, te lo ruego: golpéame.
-¿Verdad que su cuerpo pesa lo mismo que el mío pero de una
manera muy distinta?
Dímelo, dímelo, dímelo, a como me dijiste al separarnos:
–Te
voy a extrañar, me voy a sentir sola.
Pero parece, al cabo de pocos días, que estás ya acostumbrada a
sentirte sin mí como si nuestro violento amor de tantos años, lleno de uñas y
dientes y saliva y cabellos y pleitos y besos, se hubiese acabado para siempre. Lastímame, y luego moja tus pies en mi sangre respondiendo:
- ¿Realmente
se acabó todo?
Dime que no, háblame para decirme:
–Te amo.
Háblame, por favor, para decirme al oído una broma que es nuestra:
–Quiero verte la cara.
Te lo ruego, háblame por favor para decirme:
–Eres tú quien me importa.
Háblame para que de nuevo descienda yo en ti, para que de nuevo
penetre yo en ti como siempre, como si no hubiese pasado nada, para que de
nuevo te abandones y te entregues a mí con la pasión con que me dabas todo.
Háblame para que de nuevo pueda yo comerme tus senos llenos de leche y miel, tu
piel llena de aceite. Háblame para beberme tu saliva llena de vino. Háblame
para que pueda yo comerme tus piernas absolutamente abiertas y devorar, durante
un mes, por favor, sólo durante otro mes, tus entrañas más íntimas llenas todas
de sal, para que de nuevo yo me llene de tu sangre y tus huesos y tu olor y tus
vellos, para que como hace cinco años empecemos de nuevo el juego de esta pasión imbécil que no se
apaga nunca, para que de nuevo empecemos a hacer el amor como la nena
principiante que eras hace cinco años. A pesar de que decides acabar con todo,
siento por un momento que te esfuerzas por tender un último puente inútil entre
nosotros dos cuando te interrogo por qué llegaste a las diez de la
mañana si habíamos quedado de vernos a las nueve. Yo me imagino lo peor, que
al mismo tiempo es lo mejor para darme fuerzas y odiarte y golpearte, y acabar
de una vez con todo para siempre. Me imagino (si lo imagino es cierto) que te
quedaste haciendo el amor con tu nuevo
visitante nocturno en el mismo sofá donde lo hacías conmigo. Yo quiero que me
confieses los detalles íntimos más escabrosos para empezar a odiarte más fuerte
con razones fundadas. Responde por favor, humíllame, lastímame, golpea, golpea, golpea:
– ¿Lo
has besado en todo el cuerpo y no sólo en la boca?
Me das a entender que sí. Sugieres que sí estuviste con él en la
misma cama donde dormías conmigo y te justificas pretextando un desquite:
–Es
que tú andas con otra.
Y cuando por última vez
te dejo a una cuadra de tu casa, siento que deseas decir que no es cierta mi
sospecha y que realmente te quedaste mirando la televisión y que esa es la única
causa de tus ojeras, de tu desvelo y tu impuntualidad. Bajas del coche y,
asomándote a la ventanilla, intentas aclarar algo temiendo una definitiva
ruptura entre nosotros:
–No
tengo por qué explicarte pero anoche estuve viendo películas hasta las dos de
la mañana. Por eso llegué tarde. A él no lo he visto desde el jueves.
Siento que es un último y contradictorio
intento tuyo de no romper para siempre conmigo y para tener de vez en cuando dos prisioneros juntos: un último
guiño tuyo para no terminar y para volver a platicar el lunes a como yo te lo
pedía con insistencia. Siento también que es demasiado tarde y, llorando,
decido empezar el viaje que ha de encadenarme para siempre a ti y tomo la
autopista. Acelero violentamente en éste viaje instantáneo en que busco
encadenarme a ti mediante la trampa de dejarte ya en paz para siempre: libre
con tu nueva ilusión. Una ilusión fugaz que es un planeta triste en el que te
engañarás pensando que ya tienes una pareja que será sólo tuya y cuyos brazos
van a abarcarte mientras duermes, en el que te engañarás creyendo que ya no vas
a vivir sola. No te engañes, lo sabes: realmente no le importas. Te dejaré ya
en paz mediante la trampa de ya no llamarte por teléfono para no hacerte
sufrir, no hacerte llorar, ya nunca lastimarte.
Rápido, hago el cambio a tercera muy cerca de la curva. Acelero más y más mientras siento un golpe de llanta, el coche salta en desequilibrio inestable acotamiento y guarniciones, derriba contenciones metálicas. Oigo el ruido rasposo de los primeros arbustos resistiendo. Pasan veloces a mi lado los múltiples árboles móviles que salen evasivos a mi encuentro, mientras golpea violentamente al parabrisas, con sólida violencia de astillas, el único árbol fijo que hay en la curva que me espera.
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