domingo, 26 de febrero de 2017

Del libro Cinta de Moebius - Un viaje que nos tenga encadenados






En España, el autor Andreu Martín tuvo la gentileza de mencionar mi libro de cuentos Uno nunca sabe (2011), en el suyo, titulado Cómo escribo novela policíaca, en una lista de autores de diversos países que escribimos sobre la violencia (la violencia del Estado, la violencia en el amor, la violencia en la literatura). Andreu Martín anotó en Cómo escribo novela policíaca. Guía del escritor (Barcelona, 2015): "La obra (de Wenceslao Vargas Márquez) consta de 46 cuentos breves, donde el autor nos ofrece historias crueles, llenas de desamparo, de violencia física y simbólica". De esos cuentos violentos aquí transcribo uno:     
***

Un viaje que nos tenga encadenados

 

Miro a lo lejos la autopista entera, miro la curva que me espera.

Examino tres cuestas consecutivas que abarcan un par de kilómetros.

Estacionado, desde lo más alto de la colina,

calculo acelerar a fondo para descender

violentamente a 160 o 190 kilómetros por hora.

Lo que quiero es chocar contra algo:

contra otro coche o contra ti.

Examino la autopista entera y pruebo el acelerador

mientras pienso que has sido muy clara:

–‘Ya nunca, nunca más quiero que te atravieses en mi vida’.

Apoyo mi mano sobre la palanca de velocidades

mientras pienso que sólo hay una manera

de encadenarte a mí y tenerte en mis brazos.

Rápido, hago el cambio a primera.

 

Es lunes. Me gustaría saber dónde estás y qué haces. Me gustaría saber si realmente estás sola. A cada rato dices que no sabes si podré verte cada semana y eso me desespera. Yo me conformo con un pedazo de ti que de por sí eres muy chica, como enana. Así que un pedazo tuyo será como la octava parte de una pizza infantil de champiñones. Me conformo con que viajemos una vez más a alguna parte como cuando viajábamos y tú ibas conmigo, como una nena encantada, vigilando el funcionamiento del coche. ¿Lo recuerdas? ¿Te das cuenta que la vida acaba para ti y para mí desde ahora? Por eso quisiera efectuar de nuevo el descenso del río, efectuar ese viaje que nos tendrá encadenados por tres horas, uno al otro, tomados de la mano o abrazados, riéndonos mientras nos moja el agua del río, riéndonos mientras se van las horas, riéndonos mientras se va nuestra vida de pareja para siempre, como se va desencadenada el agua del río rumbo al mar, riéndonos mientras se escapa lo único que no podemos encadenar que es nuestra vida juntos. Yo te invité a viajar por el río descendiendo rumbo al pueblo en una lancha. Dijiste que sabrías hasta la noche si terminabas la tarea pendiente del descarnado aparato respiratorio con el rostro de Luis Miguel tomado de la portada de un disco y que entonces me hablarías para confirmar. No llamaste. Pero  de cualquier forma yo fui por ti, me aparecí en tu casa emocionado y tú te sorprendiste porque mis visitas a tu casa se habían acabado sin remedio y nos largamos a buscar la lancha inflable. El viaje al río estuvo excelente. Un viaje en el que recorrimos el río perfectamente mojados. Tardamos tres horas en el recorrido. Al final fuimos a comer al recodo desde donde miramos aquellos muchachos viajar a bordo de unas llantas enormes. Tú comiste, como siempre, cinco truchas, porque eres una piraña por el tamaño físico que tienes y por tus dientes. Una señora muy atenta las pesca en un estanque y tú, que eres una nena muy curiosa, observas la operación mientras rodeas mi cuerpo con tus miles de brazos y me besas, me besas diciéndome que nunca me vas a dejar solo. También, como siempre que terminas tu comida, volteas a los lados para revisar lo que comen otras personas en las mesas vecinas porque eres insaciable y por eso estás engordando. Las señoras y los niños que comen tranquilamente su sopa de mariscos se extrañan cubriendo con sus brazos sus respectivos platos, por precaución, mientras imploran ayuda a los meseros señalándote discretamente con los ojos. Los meseros no alcanzan a entender que tú eres la cosa señalada, no alcanzan a comprender que las señoras y los nenes te señalan por peligrosa porque castañeas los dientes mientras los ojos te brillan examinando de lejos los platos de sopa. Tu costumbre es mirar a todos golpeando los dientes entre sí para dar a entender que te quedó hambre. Tu costumbre es mirar a los nenes ajenos como con una revoltura de nostalgia y conformidad. Como recordando al nene que jamás fue. Al nene que ahuyentamos con espinas, al que pudimos entregarle todo y le negamos todo. Aquél que condujimos, hace meses, hacia una mesa llena de cuchillos, y dejamos allí mientras la vida se nos iba a ti y a mí y a él, al hijo aquél que analizamos a la luz de la luna para mirarle los lunares cuadriculados, negros y blancos, que alguna vez dijimos, ¿lo recuerdas? Es el hijo que hincamos de frente a los cristales a contemplar juntos, los tres, la lluvia, aquel que desencadenamos en el bosque: un Hansel pequeñito, una Gretel minúscula que giraba su cuello de nena agonizante, para buscarte a sus espaldas, para vernos desde el espejo, para vernos desde los últimos árboles, para mirarnos desde la mesa llena de cuchillos. Tu costumbre es mirar a los nenes ajenos como con una revoltura de nostalgia y conformidad. Como recordando al nene que jamás fue. El que soltamos de la mano todo picado de avispas, el que no pudo escapar de nuestras víboras, el que no pudo huir de aquel disparo. No sé si lo recuerdas pero era el que en el fondo de tu vientre daba pasos de toro presintiendo. Fue el que concebimos bajo el farol solitario de una habitación oscura y que desencadenamos de nosotros para que nada nos atara. Yo le mirabas los pies, tú contemplabas sus manos, él nos miraba con ojos sollozantes. Tú lo ponías de espaldas, le mirabas el pecho, le tocabas las uñas, le contabas los labios para saber si nos vibraba entonces, a ti y a mí, el corazón apolillado. Aquel hijo inconcluso me asesina: me asalta a media noche, me sigue a todas partes con un pan en la mano, y una rama con una espina roja. Mientras sigues pensando en el niño que se desencadenó de nuestras manos, los meseros se preocupan, pero en vano, pues no eres realmente de peligro a pesar de que tus nuevos lentes te dan un aspecto como el de Aníbal Lecter. Me levanto con discreción para decirle al gerente que eres muy pequeña y chasqueas los dientes como con hambre o rabia pero que no eres peligrosa. Si te levantas a mirar el río desde el balcón, con la preciosa falda amarilla que deja adivinar tus formas, las señoras cubren a sus bebés temiendo lo peor, con más miedo que si acercara un tigre. Te hacen ver como diabólica los lentes azules de Batman que te obligarán a vestir sólo de azul para siempre porque no combinan con ningún otro color pero fue tu gusto de nena caprichosa. Es que eres mi adorada piraña bebé, mi amada piraña de lentes azules que quise tener para siempre en la pecera que ahora yace rota. Ya no podremos revivir este amor que sólo deja dolorosos recuerdos. Qué curioso: no deja cartas que romper, no hay fotografías ni discos que devolver. Deja sólo recuerdos amargos y un muy breve inventario de regalos: dos lapiceros rojos, una corbata, media cama (eso dices), un teléfono móvil, unos lentes azules, un cuadro con un ramo de girasoles derramándose. No hay ni siquiera una canción distintiva a pesar de que te lo pedí tantas veces.

 

Rápido, hago el cambio a segunda.

Lo que quiero es chocar, acelerar a fondo sobre la autopista y

chocar contra un árbol o contra ti, ahora que ya no estás conmigo.

Lo que quiero es correr sobre esta carretera que es un río y chocar

contra algo, contra una curva, al final de ese violento viaje que

quiero que nos tenga encadenados.

 

Ahora te pienso mientras viajo violentamente a bordo del coche que acelera como escribiendo los últimos renglones de mi vida en una última carta. La carta escrita en el río, la carta escrita en un viaje que nos tuvo encadenados uno al otro sobre el río: ¿No extrañas los jalones de cabellos, los pleitos, los golpes en la nariz, la sangre, los gritos para que te quedaras callada cuando peleábamos? ¿Recuerdas los reencuentros y los sollozos en que jurábamos que ya no habría pleitos nunca más? ¿Recuerdas cuando, peleados, te invitaba amistosamente a que descendieras de la unidad como si fuese yo un policía? ¿Recuerdas las amorosas reconciliaciones, los apasionados reencuentros después de dos o tres días de pleito?, ¿recuerdas la vez que te puse las calcetas porque hacía mucho frío mientras te extrañabas que te tratara con tanto cariño? Debes recordar que lo dijiste a la mitad de la habitación:

¿Por qué hasta ahora que todo va a acabar entre nosotros me pones cariñosamente las calcetas? ¿Por qué hasta ahora me ayudas a vestirme? 

Me  lo dijiste a la mitad de la habitación, a la mitad de la cama  pública donde tu corazón se partía en dos, se repartía, un poco para ti y un poco para mí, como la pizza. Se nos desgajaba sobre la cama tu corazón de nena buena, sobre la carretera en la que me besabas, en medio del bosque oscuro donde alguna vez hicimos el amor y donde alguna vez fuimos a extraviar a Hansel y Gretel. Para ti y para mí se nos desgajaba tu corazón de nena bella, a bordo del auto, barriéndonos las luces de otros coches, pintando de amarillo nuestros cuerpos después de cada ruido tras las curva. Yo vigilaba a lo lejos las rápidas luces rojas y tú estabas excitada y húmeda, sobre tus manos y sobre tus rodillas, sobre el deseo animal que nos ahogaba mientras adelantabas tu rostro sudoroso a los cristales empañados y yo te miraba desde atrás y desde muy adentro de ti con ninguna otra mirada que la tuya. Después tú te ovillabas muda sobre mi pecho sabiendo que cabes en mis brazos y con temblor de amorosa pasión me cabalgabas enseguida hasta delirar y gritar y morder diciendo siempre al terminar, con ojeras y con la piel fría, que todos los orgasmos son horribles. Me llamabas por teléfono, seguías mis olores en los parques, me propagabas mariposas, me enviabas dinosaurios por teléfono cuando yo no aparecía. Para ti y para mí se nos desgajaba tu corazón de nena buena, debajo de unos puentes, en la orilla de algunas autopistas como esta sobre la que estoy empezando a acelerar a bordo de mi coche. En la oscura complicidad de tu casa abandonada. En la oscuridad cómplice de ése cine en el que comprobé tantas veces, en la última fila, la líquida velocidad de tu mano derecha. Abandonada como tu cuerpo abandonado en el sofá de tu sala para que yo entrara en él. Como cuando sobre el sofá yo te veía caer en el blando algodón que es el olvido momentáneo durante el cual pedías que yo actuara despacio, en el que esperabas de bruces, deseosa, la embestida, el empuje de mi más duro deseo. Yo sé que no es fácil para ti separarnos aunque quieras hacerte indiferente. Ahora viajas en otro coche, ahora miras otros ojos, ahora vas por las calles apoyada en otro hombro, tocada por otra mano, ahora te ríes de otras bromas, ahora has hecho otro prisionero de guerra y lo guardas ilusionada bajo tu techo, ahora escondes ilusionada a otro visitante nocturno. Sé que cuando suena la puerta de tu casa porque ya es de noche y llega el nuevo visitante, tú escuchas los golpes desde la cocina o desde tu recámara, la odiada perrita se inquieta y tú dejas de hacer tus quehaceres, dejas de hacer la comida, dejas de ver la televisión, dejas de acomodar las revistas de siempre, te pones tu bata azul y tus sandalias y empiezas a caminar los pocos pasos que te separan de la puerta, empiezas a recorrer la distancia que te separa del hombre que ya está en tu portal, separado de ti por la puerta metálica, comienzas a contar los pocos pasos que te separan del hombre que toca tu puerta y que ha llegado en un coche que suena diferente, un hombre al que absolutamente no le importas, tú misma me lo dices, un hombre que no tiene reloj y llega tarde a todas partes. Yo te lo pedí siempre al temer perderte cuando sintieras de cerca una ilusión distinta a la ilusión que yo desperté en ti, siempre te lo pedí:

No saludes a extraños.

Golpéame si no es cierto: ¿No te lo dije, no te pedí que no saludaras a nadie que para ti fuese un extraño? Te lo dije porque con esa advertencia quería protegerte, defenderte de todos y defenderte del nuevo visitante nocturno que ahora debe estar tocando con insistencia tu puerta. En el fondo ruegas que sea yo el que acaba de llegar, ruegas para que por un momento siquiera sea mi figura la que se recorte de pie sobre la banqueta, quieres que sea yo el visitante pero tú sabes que ya nunca será igual, ya sabes que ya no habrá las bromas que tantos años nos unieron, la intimidad que nos cobijó tantos años: el visitante no soy yo y estoy seguro que eso es para ti un desencanto. Sé que mientras caminas esos pocos pasos que te separan de la puerta te gustaría que fuese yo el que se aparece y te dé un beso y te levante girando por los aires como antes. Te gustaría que sea yo besándote y peleando contigo a causa de la perrita espantosa que se acerca a mí husmeando y mordisqueando mis tobillos, y que aborrezco porque ladra en el momento menos oportuno. Contesta por favor, golpea con tus respuestas:

-Nena, ¿verdad que el suyo es otro aliento, verdad que es otra la textura de labios, verdad que es diferente la boca, verdad que es un brazo distinto, verdad que es otra la risa que inunda tu casa? ¿No es cierto que son otros los pasos sobre la banqueta, no es cierto que son otros los besos, no es cierto que es otra la manera de llamar a tu puerta? ¿No es otra la camisa, la forma de acariciar, de reír, de bromear, de estar solos? ¿Verdad que no te dice ‘nena linda, preciosa y encantadora’?

Responde por favor, te lo ruego: golpéame.

-¿Verdad que su cuerpo pesa lo mismo que el mío pero de una manera muy distinta?

Dímelo, dímelo, dímelo, a como me dijiste al separarnos:  

Te voy a extrañar, me voy a sentir sola.

Pero parece, al cabo de pocos días, que estás ya acostumbrada a sentirte sin mí como si nuestro violento amor de tantos años, lleno de uñas y dientes y saliva y cabellos y pleitos y besos, se hubiese acabado para siempre. Lastímame, y luego moja tus pies en mi sangre respondiendo:

- ¿Realmente se acabó todo?

Dime que no, háblame para decirme:

Te amo.

Háblame, por favor, para decirme al oído una broma que es nuestra:

Quiero verte la cara.

Te lo ruego, háblame por favor para decirme:

Eres tú quien me importa.

Háblame para que de nuevo descienda yo en ti, para que de nuevo penetre yo en ti como siempre, como si no hubiese pasado nada, para que de nuevo te abandones y te entregues a mí con la pasión con que me dabas todo. Háblame para que de nuevo pueda yo comerme tus senos llenos de leche y miel, tu piel llena de aceite. Háblame para beberme tu saliva llena de vino. Háblame para que pueda yo comerme tus piernas absolutamente abiertas y devorar, durante un mes, por favor, sólo durante otro mes, tus entrañas más íntimas llenas todas de sal, para que de nuevo yo me llene de tu sangre y tus huesos y tu olor y tus vellos, para que como hace cinco años empecemos de nuevo el juego de esta pasión imbécil que no se apaga nunca, para que de nuevo empecemos a hacer el amor como la nena principiante que eras hace cinco años. A pesar de que decides acabar con todo, siento por un momento que te esfuerzas por tender un último puente inútil entre nosotros dos cuando te interrogo por qué llegaste a las diez de la mañana si habíamos quedado de vernos a las nueve. Yo me imagino lo peor, que al mismo tiempo es lo mejor para darme fuerzas y odiarte y golpearte, y acabar de una vez con todo para siempre. Me imagino (si lo imagino es cierto) que te quedaste haciendo el amor con tu nuevo visitante nocturno en el mismo sofá donde lo hacías conmigo. Yo quiero que me confieses los detalles íntimos más escabrosos para empezar a odiarte más fuerte con razones fundadas. Responde por favor, humíllame, lastímame, golpea, golpea, golpea:

¿Lo has besado en todo el cuerpo y no sólo en la boca?

Me das a entender que sí. Sugieres que sí estuviste con él en la misma cama donde dormías conmigo y te justificas pretextando un desquite:

Es que tú andas con otra.

Y cuando por  última vez te dejo a una cuadra de tu casa, siento que deseas decir que no es cierta mi sospecha y que realmente te quedaste mirando la televisión y que esa es la única causa de tus ojeras, de tu desvelo y tu impuntualidad. Bajas del coche y, asomándote a la ventanilla, intentas aclarar algo temiendo una definitiva ruptura entre nosotros:

No tengo por qué explicarte pero anoche estuve viendo películas hasta las dos de la mañana. Por eso llegué tarde. A él no lo he visto desde el jueves.

Siento que es un último y contradictorio intento tuyo de no romper para siempre conmigo y para tener de vez en cuando dos prisioneros juntos: un último guiño tuyo para no terminar y para volver a platicar el lunes a como yo te lo pedía con insistencia. Siento también que es demasiado tarde y, llorando, decido empezar el viaje que ha de encadenarme para siempre a ti y tomo la autopista. Acelero violentamente en éste viaje instantáneo en que busco encadenarme a ti mediante la trampa de dejarte ya en paz para siempre: libre con tu nueva ilusión. Una ilusión fugaz que es un planeta triste en el que te engañarás pensando que ya tienes una pareja que será sólo tuya y cuyos brazos van a abarcarte mientras duermes, en el que te engañarás creyendo que ya no vas a vivir sola. No te engañes, lo sabes: realmente no le importas. Te dejaré ya en paz mediante la trampa de ya no llamarte por teléfono para no hacerte sufrir, no hacerte llorar, ya nunca lastimarte.

 

Rápido, hago el cambio a tercera muy cerca de la curva. Acelero más y más mientras siento un golpe de llanta, el coche salta en desequilibrio inestable acotamiento y guarniciones, derriba contenciones metálicas. Oigo el ruido rasposo de los primeros arbustos resistiendo. Pasan veloces a mi lado los múltiples árboles móviles que salen evasivos a mi encuentro, mientras golpea violentamente al parabrisas, con sólida violencia de astillas, el único árbol fijo que hay en la curva que me espera.


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Índice
1.                      Uno nunca sabe
2.                      Vasito de cortal cristado
3.                      Cosa de nada
4.                      Lilí
5.                      Eurídice
6.                      El regreso es más largo
7.                      Tú lo has dicho (paráfrasis)
8.                      Ahora es el orgullo
9.                      Ariadna en el laberinto
10.                  Rocío
11.                  El muchacho que te dije
12.                  Buscarte al amanecer
13.                  Ángela agónica
14.                  La vida de cubitos
15.                  No quieren jugar con nosotros
16.                  Al alcance de los niños
17.                  La ilusión de los sentidos
18.                  Es cosa de paciencia
19.                  Nosotros también adoramos a Tania
20.                  Una caseta telefónica cercana
21.                  Quisiera un castillo sangriento
22.                  Cinta de Moebius
23.                  Acero inexorable
24.                  Ciudades de refugio
25.                  Lápiz cosmético 1
26.                  Lápiz cosmético 2
27.                  Galletitas
28.                  Gatito con estambre
29.                  Medalla de oro
30.                  Esos no son sus pasos
31.                  Armagedón, M. R.
32.                  El sol en la oscuridad
33.                  Hidro-plus, M. R.
34.                  Cortarle las uñas al nene
35.                  Marcador final
36.                  El niño tiene razón
37.                  La piel del gato
38.                  Cajitas de Pandora
39.                  Cariño a los animales
40.                  Juego de niños
41.                  Melpómene iracunda
42.                  Éxodo 3:14
43.                  Podremos mirar el mar
44.                  Jardines comenzados
45.                  Los grados del desorden
46.                  El viaje que nos tiene encadenados
47.                  Morir es como irse

47 relatos de fantasía, de violencia, de crueldad, de ciencia ficción, de tecnología ficción, de humor negro y de lo absurdo. En algunos cuentos asoma su nariz las matemáticas, como en el relato 'Los grados del desorden'. No todos los cuentos tienen solución o desenlace obvios, sino finales sorpresivos, o que quedan a la imaginación del lector. Hay dos con sendas variantes que el lector debe encontrar, son 'Lápiz cosmético 1' y 'Lápiz cosmético 2', cuentos distintos que parecen ser exactamente iguales. Varios de los relatos exigirán al lector una solución propia de alta exigencia como en 'El niño tiene razón'. Otro exigirá que el lector construya su propio relato, como en 'Gatito con estambre'. En otros sorprendentemente hay texto pero no hay cuento, como en 'Morir es como irse', donde el lector leerá pero en el vacío. El título de un cuento (pista: es uno breve) debe ser leído con precaución pues no es lo que se lee a golpe de vista: el título encierra una trampa. En otro se ha pretendido la construcción literaria de una cinta matemática que tiene sólo una superficie: hay que leer 'Como una cinta de Moebius', un cuento sin principio ni fin; la mitad de una palabra da la pista para recomenzar la lectura interminablemente. Hay algunos donde domina la tecnología ficción, como en ‘La piel del gato’, donde unos gatos generan electricidad para uso doméstico; tecnología ficción en aparatos diseñados para el suicidio como en ‘Armagedón’ (que es una guillotina portátil) o ‘Acero inexorable’ (esferas giratorias que matan por impacto). Dos o tres son particularmente crueles, uno de ellos: 'Cortarle las uñas al nene', que detrás del título encantador esconde una atrocidad impune. Son 47 cuentos para leer, divertir y desafiar el entendimiento. Gracias por leer. Wenceslao.

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