domingo, 8 de junio de 2014

El emperador no tiene quien le escriba

EL EMPERADOR NO TIENE QUIEN EL ESCRIBA
Wenceslao Vargas Márquez

Hace siglo y medio, en junio de 1864, se concretó un tercer experimento de forma de gobierno en nuestro país que no fuese su modelo el de una república federal. El primer experimento fue el breve gobierno de diez meses a cargo de Agustín de Iturbide; el segundo fue el más largo: la república central que duro diez años entre 1836 y 1846 en números redondos. El de Maximiliano duró tres años entre 1864 y 1867.

Lo más simple es tacharlos de traidores pero cuando José María Gutiérrez de Estrada, ideólogo mexicano del experimento imperial, logró concretar sus planes, lo que estaba haciendo era un cambio de gobierno que él y otros consideraban urgente: la república sólo había dado dolores de cabeza, injusticia, hambre y bancarrota. ¿Y hoy?

José Manuel de Hidalgo, Juan Nepomuceno Almonte, y el para entonces fallecido Lucas Alamán, creyeron sincera –e interesadamente- que la solución a los problemas de México estaba en el cambio de forma gobierno. El sólido intelectual Alamán, en marzo de 1853, recibiendo a Santa Anna para su último gobierno, había reprobado la designación de gobiernos por medio de elecciones:

“Estamos decididos contra la federación; contra el sistema representativo por el orden de elecciones que se ha seguido hasta ahora; contra los ayuntamientos electivos y contra todo lo que se llama elección popular, mientras no descanse sobre otras bases. Creemos necesaria una nueva división territorial, que confunda enteramente y haga olvidar la actual forma del Estado y facilite la buena administración, siendo éste el medio eficaz para que la Federación no retoñe”.
 

Intentos de toda laya se habían hecho. Ya dijimos de Iturbide y de la república central. El último gobierno de Santa Anna parecía todo menos republicano. Miguel Soto documenta una más en ‘La Conspiración Monárquica de México 1845-1846’ frustrada. 

Los conservadores no cejaron y durante 1862-63 los planes se concretaron en la persona del austriaco Fernando Maximiliano de Habsburgo nacido en 1832 y de Carlota de Bélgica nacida en 1840 y que celebró su primer aniversario en territorio mexicano el 7 de junio de 1864 mientras viajaba del puerto de Veracruz a la capital, a su toma de posesión, tramos a caballo, en mula, en ferrocarril y a pie durante los días del 30 de mayo al 12 de junio de hace justamente siglo y medio, 150 años de una esperanza nacida al calor de la geopolítica de Napoleón III y muerta con balazos republicanos en Querétaro en junio de 1867.

Se hace inconcebible que los enemigos del sufragio electoral fuesen exigidos por Maximiliano a que se hiciera una especie de consulta a la base para que el emperador accediera a tomar el mando del Imperio Mexicano. Dijo el austriaco que con esas pocas personas que fueron a ofrecerle el trono no era suficiente para decidir. Los conservadores consiguieron las actas y Maximiliano aceptó.

¿Tuvieron razón los centralistas y los imperialistas en su pretensión de cambiar la forma de gobierno, pretensión que lograron tres veces? En muchas cosas el tiempo les ha dado la razón. Nuestra república federal, sostenida por la entereza inquebrantable de Juárez y sus reformadores es hoy una caricatura de lo federal. En la pura teoría política para crear una república federal hay estados no uniformes preexistentes que pactan una unión que los retenga unidos manteniendo sus identidades propias, su legislación propia entre otras cosas.

Pero cuando la república supuestamente federal recibe los mandatos inapelables del centro acerca de cómo conducirse en su política estatal interior asistimos a una ficción federal. Estamos inapelablemente uniformes y “armonizados” en educación, en hacienda, en código penal, en código electoral (INE) y en larguísimo e interminable etcétera y dependemos del gobierno nacional para lo más elemental, incluso para la impunidad de los gobernadores. 

Así las cosas lo federal es ficción. Nuestras 32 entidades no son distintas en comportamiento respecto de los cincuenta departamentos que Maximiliano creó para gobernar. Hace 150 años, durante los primeros días de junio de 1864 se concretó el imperio que –aunque no se crea- sigue existiendo. ¿Sigue existiendo? Sí.

Los herederos de Iturbide y Maximiliano se asumen como tales y como sucesores de esos dos desafortunados a quienes se les puede acusar de todo excepto de maquinar deliberadamente el daño de su patria, la patria originaria de Agustín y de Ana y la patria adoptiva de Maximiliano y Carlota. El gobierno imperial de México transmite su ideario y actividades en CasaImperial.org

Por el sitio sabemos que el heredero hoy del trono es “el conde Maximiliano Götzen-Iturbide (apellido oficializado también por decreto del Real Ministerio del Interior húngaro), nacido en Beszterce el 2 de marzo de 1944 y casado en Melbourne en 1990 con Ana María von Franceschi, de nobleza ítalo-magiar, de la que tiene dos hijos, un hijo varón, Fernando Götzen-Iturbide, nacido en 1992 y heredero de la familia imperial mexicana y una hija Emanuela Götzen-Iturbide nacido en 1998”.

Los sucesores de Maximiliano –que no tiene quien le escriba en su sesquicentenario- explican así su sitio en la Internet: 

“Quisiéramos hacer notar que este artículo está dedicado a la tradición de la Monarquía en México y a su historia. No es un foro político y no pretendemos provocar ningún cambio en la forma del Estado Mexicano. Aunque el autor es partidario del regreso de la Monarquía, la forma de gobierno presente y futura de México es enteramente una decisión democrática del pueblo mexicano”.

Pero yo planteo: ¿y si cambiáramos la forma nomás por no dejar?

Twitter @WenceslaoXalapa